Estamos atravesando una crisis de legitimidad, incoherencia y confianza. La desconfianza anula la credibilidad merecida. Quita entusiasmo y fuerza y pone una ambición desmedida de poder. Ni en la Iglesia ni en el país estamos en una crisis institucional, ya que las minorías organizadas para ejercer el poder no son lo mismo que las instituciones del poder; pero el contagio de la crisis no toma mucho tiempo. Las instituciones civiles y religiosas no existen en el aire; las leyes sin legitimidad, las propuestas sin testimonio son una mezcla de letras, decires y lumazos. También en una familia y en un colegio las palabras pueden volar y perder sentido y dejar en el aire, en lo incierto y hacer que se camine yendo de tumbo en tumbo.
La pregunta del millón es cómo revertir estas situaciones. Pregunta que hay que tomarse en serio y de una manera especial por quienes hemos visto tan menguado nuestro capital de confianza; al menos por el temor al efecto dominó. No hay duda que la legitimidad sin instituciones es casi tan peligrosa como las instituciones sin legitimidad. Por este proceder no son pocas las personas que se han alejado del mundo de la política y del servicio público; no es poca la gente que se ha alejado de la Iglesia.
Por eso, lo que debe buscarse es cómo inyectarle carisma y espíritu al orden y a la organización y autenticidad a las palabras y a las propuestas, en otras palabras, a las personas. Estamos urgidos de una espiritualidad sana y vigorosa. Soy un convencido que si se quiere, se puede. Esto pide vidas auténticas y transparentes y cambios importantes. Eso no es fácil. La semana pasada asistí al lanzamiento de un estupendo libro sobre el Papa Francisco titulado “El gran reformador, retrato de un Papa radical. Un liderazgo visionario”, escrito por el buen periodista inglés, Austen Ivereigh. En él se nos dice que el Papa Francisco demuestra una capacidad política impresionante. Esa capacidad se sostiene en una receta sencilla de formular y difícil de vivir: hay que predicar con el ejemplo, adelantarse a los problemas con un espíritu sereno, firme y bien templado. El que viene de lo que uno es y de la intimidad grande con el Señor. De ese espíritu nació su estupendo consejo en Río de Janeiro en el 2013: “ser líder es jugar para adelante, ser protagonista”. Resulta importante no arratonarse ni ser “lauchero”, ni predicar lo que no se practica como el cura Gatica y menos ser alocado. Para conseguirlo hay que poner los pies en el barro, hacer todo auténtico y verdadero, ver a todos como a iguales y mejor aún, como hermanos; descubrir la fuerza buena que hay en los demás y en nosotros.
Este perfil lo necesita el educador en el aula y en los patios, el director en el consejo de profesores, el papá que exige a sus hijos más rendimiento, el sacerdote o religioso que anuncia a Cristo resucitado. Se alejan de ese perfil los personajes de nuestro entorno que son cómodos, agresivos, aprovechadores, asegurados, autocomplacientes, ideologizados, vacios por dentro; pero sobre todo, lejanos del pueblo, del equipo, de los convocados para la vida de los grupos y del país; la idea de ejemplaridad, de buena conducta, de calidad humana conseguida con lo que uno es y hace es indispensable. Se alejan, también los que defienden que hay que ofender para defender o los que sin querer queriendo se dedican a profundizar las brechas entre las personas y los grupos con la mayor naturalidad.
La batalla para legitimar lo que se es y lo que se dice, tanto en la sociedad como en la Iglesia, es urgente y apremiante. El espíritu de cambio y de servicio generoso se tiene que ver encarnado en muchas personas para que nuestro país recupere confianza y sentido. No son pocos los que no saben a dónde ir y por dónde avanzar para llegar a la meta y no faltan los que ofrecen caminos errados. Se necesitan muchos hombres y mujeres que conviertan sus vidas en provocación para el bien; que contagien auténtico amor al país y a la Iglesia. El momento, una vez más, es de crisis; nos hallamos en una encrucijada entre fe y política. Necesitamos, como en el Vaticano, líderes dispuestos a “hacer lío”, a hablar proféticamente, a reformar lo superfluo para conservar lo fundamental y “primerear” lo que es indispensable. No más políticos Gatica, no más educadores Gatica y no más curas Gatica. Se precisa una buena brisa de aire fresco en la Iglesia y en el país.
P. José María Arnaiz
Presidente de la Fundación Chaminade