Entre los grandes puntos del debate sobre la educación chilena está el rol que juegan en el desarrollo social. Cuando se hace bien permite a un niño convivir con distintas realidades y lamentablemente perpetúa estereotipos cuando la ecuación no funciona. Me siento afortunado al decir que fui parte del primer caso, que en los compañeros que encontré tuve un acercamiento positivo a experiencias de vida distintas a la mía desde el colegio y que el intercambio fue enriquecedor.
Mis sensaciones sobre este pasado escolar son muy de piel, emocionales, porque están cruzadas por la nostalgia. Tengo la memoria de un colegio abierto y grande, donde con los amigos pasábamos muchos ratos fuera del horario de clases. Sencillamente nos gustaba estar ahí. Volvíamos en las tardes a jugar en las canchas y conversar en el pasto. Lo hacíamos porque era un punto común, acogedor, y porque con el tiempo me cuenta de algo muy valioso: lo sentíamos nuestro. La relación no sólo fue funcional, había un sentimiento de pertenencia. Que las tardes y hasta los fines de semana siempre tuvieran mucho movimiento y actividades es una muestra de que esto se hizo patente para muchos de nosotros. Teníamos en el IMLP un colegio, pero por sobre todo una comunidad.
Es lo que más agradezco. Haber sido protagonista de una comunidad educativa que extendía lazos familiares entre sus integrantes. En el trato siempre cercano con los profesores y administrativos, en las actividades extraprogramáticas que fomentaban esa identificación como los scouts, las disciplinas deportivas. Existía una carga especial, un sentido de que no se era sólo un estudiante. La perspectiva marianista de mirar y privilegiar el factor humano es un valor que aprendí ahí y que me sigue acompañando.
Ignacio Lira
Ex alumno marianista.