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En Chile, entre las causas de muerte no natural el suicidio ocupa el segundo lugar, después de las muertes por accidentes de tránsito. Curiosamente se suicidan más hombres que mujeres, aunque sean ellas las que intentan suicidarme más que los hombres. Si bien es más elevado el suicido entre las personas mayores de 60 años, la tasa de suicidios entre los jóvenes de 20 a 24 años es preocupante y va en aumento. Por su parte, los viudos, los divorciados y los célibes se suicidan más que los hombres casados. Entre los métodos más recurrentes a la hora de quitarse la vida está el ahorcamiento y más atrás el uso de armas de fuego. Una experiencia que no es patrimonio de personas ricas o famosas.
Vivencias que en ciertos sectores sociales, culturales y de Iglesia se prefiere callar o maquillar, hablar en voz baja o encasillarlo como tema tabú. La muerte, particularmente el suicidio, no rima con la concepción de una vida donde el placer y el deseo de "eterna juventud" está instalado y constituye una fuerza motor en la vida de muchos ("cultura del bienestar"). En general, buscamos desdramatizar aquellos aspectos trágicos de nuestra vida personal y social ("ocultación de la muerte"): evitamos hablar a los niños, enfermos y ancianos de la muerte; cuando alguien muere hablamos de que "partió" o "descansa"; la misma muerte la hemos alejado de las casas y alojado en los hospitales y clínicas; en vez de cementerios hoy hablamos de "Parques" e incluso algunas funerarias ofrecen servicios de maquillaje...
Detrás de estos gestos de "evasión de la muerte" se esconde un deseo profundo de vida, de eternidad. Es una forma de resistirse o rebelarse a un hecho esencial de nuestras vidas: tener que morir.
Yo y mi circunstancia
Gracias a los conocimientos aportados desde la piscología y otras ciencias es posible aproximarnos a la persona humana y su entorno, descubrir que su lado consciente está rodeado de un mundo inconsciente, que nuestra racionalidad debe convivir con las razones del corazón, que nuestra amada libertad no pocas veces es esclava de nuestras propias pasiones, donde la inteligencia racional debe conversar con la emocional. Nuestra manera de comportarnos está sujeta a múltiples condicionamientos que en ocasiones conducen a la pérdida de libertad, conciencia y responsabilidad. En este marco global debemos comprenden el comportamiento de una persona suicida.
Detrás de un acto suicida hay conflictos sin resolver gatillados por la muerte de un ser querido o significativo, experiencias de abandono, separaciones o divorcios, enfermedad grave, baja tolerancia frustración, problemas económicos severos, violencia o agresión, culpabilidad, conflictos severos de integración de roles o tendencias... Situaciones la mayoría de las veces acompañadas de trastornos psiquiátricos, tales como depresión o ansiedad, trastorno bipolar, esquizofrenia, etc..Aquí el horizonte se estrecha, comenzamos a deambular por un túnel sin salida, un lugar en la que una persona en algún momento se va "a negro". La vida de la persona se transforma en un verdadero infierno y la muerte se ve como la salida para encontrar alivio y descanso.
Nuestra vida muchas veces está atravesada por conflictos internos de diversa naturaleza y magnitud, y cuya superación va más allá de una cuestión voluntarista. El mismo San Pablo ya lo dejaba ver cuando hablaba del conflicto entre la carne y el espíritu, de esa lucha entre la voluntad y la debilidad, entre el bien que queremos y el mal que buscamos evitar:"Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago...porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago" (Romanos 7,13-18)
Lo que no vimos ni oímos
La persona que se suicida siempre da mensajes o señales de lo que está viviendo, padeciendo o pretende hacer, ya sea porque duerme menos o mucho más, come menos o más, se va aislando de los demás, su voluntad y estados de ánimos están a la baja, el rendimiento escolar o laboral disminuye, etc.. Muchas veces no logramos interpretar estas señales o prestarles la suficiente atención, lo que incluso viene a agravar la sensación en el suicida de que a los otros poco importo. En este contexto, la presencia de trastornos mentales o patológicos contribuyen a una relativa incapacidad para desarrollar conductas adaptativas frente a situaciones desfavorables.
Sólo después de ocurrido el suicidio nos hacen sentido todos estos eventos, pudiendo leer algunas situaciones como gritos de auxilio en busca de ayuda. Un camino de dolor donde el tiempo, la compañía de otros (redes sociales y asistenciales), la psicoterapia, la farmacoterapia y la fe se levantan como pilares importantísimos para todos aquellos que deben vivir el duelo y cerrar heridas.
Ante la muerte, y con mayor fuerza ante una muerte violenta como la del suicidio, el dolor inunda a los que le sobreviven y le amaron. La medida de nuestro dolor es la de nuestro amor. Sentimos que una parte nuestra también ha muerto. Ya no somos los mismos de antes.
La Iglesia ayer
"Cuando Judas, el traidor, supo que Jesús había sido condenado, se llenó de remordimientos... se marchó y fue a ahorcarse" (Mateo 27,3-6). Esta es una de las pocas referencias bíblicas que dan cuenta de un acto suicida. Por otra parte, las Escrituras nos muestran la imagen de un Dios que dice:"Yo doy la muerte y la vida"(Deuteronomio 32,39), donde los hombres confiesan que:"Sí, tú tienes poder sobre la vida y la muerte; tú haces que bajen los hombres a la morada subterránea o tú los preservas de ella" (Sabiduría 16,13). El mismo Jesús se levanta como Señor de la Vida y de la Resurrección.
Para Santo Tomás de Aquino (sacerdote-teólogo y filósofo, 1224-1274), el suicidio era como una mesa de tres patas: va contra la ley natural de autoconservación y del amor a sí mismo. Por otra parte, el hombre es parte de un todo (comunidad-sociedad), su vida tiene un sentido o dimensión social, un valor para los demás hombres y quitarse la vida es restarse del servicio que cada individuo debe prestar a los otros. Finalmente, detrás está la idea del valor de la vida y su consideración de don: Dios la entrega y Dios sólo la quita. De esta forma, quien se quita la vida comete un pecado gravísimo contra consigo mismo, contra la sociedad y contra Dios mismo. En este discurso no se habla de subjetividades ni de circunstancias que pueden llegar a limitar la capacidad de discernimiento y voluntad.
Históricamente la Iglesia ha rechazado todo atentado a la vida, en el entendido que quien cercena la vida propia o ajena le quita o roba a Dios el don de la vida. El suicido es catalogado como "pecado grave", un gesto que traiciona o da la espaldas a Dios Creador y Salvador. Para la Iglesia los suicidas eran "pecadores públicos", privados de pedir perdón a Dios de su pecado. De ahí el rechazo de la sepultura cristina, decretada en el año 572 y mantenida hasta bien avanzado el siglo XX, tal como queda retratado en el Derecho Canónico de 1917:"Sean privados de sepultura eclesiástica (los suicidas) a no ser que antes de morir hayan dado señales de arrepentimiento. Si hubiere dudas de haber tiempo, consúltese eclesiásticamente, pero de manera que se evite todo escándalo" (Canon 1240). Quitarse la vida es renegar del mismo Dios y la persona que lo hacía se entregaba a la condenación eterna. La Iglesia presumía culpabilidad y quien comete un acto de esta naturaleza es un pecador. Detrás de esta afirmación, está la idea del hombre como un ser consciente y libre, alguien con responsabilidad moral sobre sus actos.
En medio de este clima de severidad y condenación, igual hubo voces que hablaban de la misericordia y del amor gratuito e infinito de Dios por cada uno de nosotros, tal como queda retratado en la historia que nos fuera relatada por el Santo Cura de Ars (sacerdote diocesano y patrono de los párrocos,1786-1859): un día se acercó a él una mujer desconsolada y angustiada porque su marido se había suicidado, tirándose de un puente. Después de escuchar sus penas, el cura le dijo:"No temas, tu marido no se condenó", agregando ante la incredulidad de la mujer, "entre el puente y el río cabe la Misericordia de Dios".
La muerte cristiana
La muerte es parte del ciclo de la vida. Nacer es también comenzar a morir. Un nuevo cumpleaños es un año más de vida y un año más cerca de la hermana muerte. Desde nuestra condición humana y cristiana experimentamos un deseo profundo de prolongar la vida, de perpetuarnos en el aquí y ahora. Incluso las personas que se suicidan esconden en el fondo un deseo muy grande por la vida: desean terminar con aquello que los angustia y los priva del gozo de la vida.
El suicidio es un acto de violencia (acto de fuerza sobre sí mismo) y que conlleva un río de dolor para la familia, las comunidades y los países. Es renunciar a creer que la felicidad es posible en esta vida. Es herir a quienes nos rodean y quieren. Una experiencia que resulta todavía más dolorosa y paradojal cuando afecta a un sacerdote: la vida ha sido cercenada en manos de quienes por su propia investidura están llamados a ser portadores de Buenas Noticias, a ser vehículos o instrumentos de lo sagrado y testigos del sentido de la vida más allá de la muerte.
Para aproximarnos al tema del suicidio, la muerte y la resurrección, es vital descubrir el rostro de Dios como Padre Misericordioso, que ama con entrañas de Madre a sus hijos. Un Dios compasivo que se la juega por la vida en plenitud y nos entrega a su Hijo:"Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia"(Juan 10,10). Más aún, para darnos vida, Jesús ha entregado la suya. Desde las sombras de la muerte, la resurrección se abre paso. Proclamamos la victoria sobre la muerte (cf. 1 Cor. 15,54-55). El misterio de la vida y de la muerte encuentran una respuesta en la cruz y en la resurrección. No debemos temer, Dios está con nosotros.
La resurrección no nos remite sólo a un acto futuro, sino que es una realidad que se nos anticipa hoy. El cielo no es otra cosa que esta tierra transfigurada: Ante la búsqueda del sentido de la vida, la preocupación va por conocer el modo de hacerla más significativa, más humana y digna, más vivible en cada momento, procurando que la vida "del más allá" coloque su tienda en medio nuestro. Me llamó la atención cuando el otro día pasé frente a la Iglesia de El Bosque en Providencia y en su frontis se lee "Padre nuestro que estás en el cielo". Con la misma fuerza y convicción hay que confesar a nuestro Padre que está en la tierra, en medio tuyo, mío y nuestro. Hay que mirar al cielo con los pies en la tierra y con las manos extendidas dispuestos a construir fraternidad. La filiación ( relación Padre-hijo) es inseparable de la hermandad o fraternidad-solidaridad.
Tenemos que desarrollar una espiritualidad centrada en un Dios trascendente pero que se hace cercano en la persona de Jesús, que te ama y te invita a ser parte de un proyecto de vida. Un camino que puede ser una buena herramienta para salvar cuando se ha caído. Una espiritualidad que ayuda a dar sentido al sufrimiento y a poner la confianza y esperanza en Dios.
Frente a un hermano o hermana que vive sus días como noches oscuras, hay que desplegar la triple A: ACOGER-AMAR GRATUITAMENTE, ABRAZAR-CONTENER Y ACOMPAÑAR-PROJIMIDAD. Amar y acompañar en estas circunstancias no es fácil, toma tiempo y supone un desgaste físico y emocional no menor. Sin embargo, es condición necesaria para abrazar de manera afectiva y efectiva. La incondicionalidad de nuestros gestos es clave. Desarrollar el valor afectivo mediante pequeños gestos o acciones: bendecir la mesa, dar un abrazo, mostrar interés por el otro, sentarse juntos en la mesa, poner el hombro para que el otro se apoye, rompiendo la monotonía de los jóvenes frente al computador y los padres frente al televisor...Incluso la persona que se suicida o intenta hacerlo, experimenta una necesidad muy grande de relacionarse, de crear lazos afectivos fuertes y duraderos. El vínculo con otros salva, lo que también implica perseverar en nuestros gestos de acogida, de bondad, de empatía. Es cierto, este es un camino largo y que consume mucho, pero absolutamente necesario y salvador. No sólo a los cristianos en general, sino también a algunos sacerdotes (sobre todo diocesanos) la soledad los va matando. Tanto laicos como consagrados debemos hacer mea culpa por sacralizar la imagen del sacerdote. El mismo P. Fernando Montes señalaba que "la imagen de perfección aísla". Hay que crear lazos afectivos, duraderos, sinceros. Lamentablemente los casos de abusos en la Iglesia nos han jugado en contra, obligando a las partes a replegarse más que a desplegarse y donarse. Por otra parte, una vida sacerdotal sobria y austera, debe ir acompañada de un ambiente cálido y familiar.
Fundamental son las redes de apoyo, más allá de la ayuda profesional y grupal, incluso con el apoyo de la farmacoterapia. La socialización y el sentido de "projimidad" es la clave para no repetir la pregunta de Caín: "¿Soy acaso el guardián de mi hermano?"(Gén. 4,9). En este sentido, la vida en comunidad es un soporte riquísimo y necesario, tan válido para los laicos como para los sacerdotes y religiosos-religiosas.
Pastoralmente, los días que transcurren entre el velorio, la sepultación y el largo periodo del duelo, son espacios para acercar a las personas a la fe, para hablarles de la vida después de la muerte, pero especialmente de lo mucho que debemos amar la vida y a los nuestros antes de la muerte. Más que juzgar, debemos tender puentes de reconciliación. Ya resulta difícil dar con un sacerdote para una celebración de difuntos. Igual es lamentable que algunos sacerdotes y agentes pastorales no aprovechen estas instancias y las celebraciones o liturgias se viven como la repetición de un mero rito o trámite y cero sintonía (empatía dirán otros) con los que viven el dolor de la pérdida. Sólo se muere una vez y una muerte dolorosa deja una huella profunda en los que viven el duelo, por lo que hay que tender puentes para reencontrarse con ellos y ellos con Dios.
La Iglesia vive de la esperanza y la ofrece a los suyos y al mundo. En el pasado nos hablaba de que "El Señor es mi pastor: nada me falta"(Salmo 23,1). Un pasado que se hace presente en la persona de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida"(Juan 11,25). Un Jesús que tanto ayer, como hoy, nos abre el camino de la vida y de una vida donde el dolor, la enfermedad y la muerte han sido vencidas: "Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado" (Apoc. 21,3-4).
Juan Carlos Navarrete
CLM "La Bitácora"
San Miguel